Comentario
Lo curioso de las elecciones de 1960, año en que se iba a iniciar una década que tendría un final turbulento, es que ambos candidatos a la presidencia fueron dos centristas perfectamente integrados en la política tradicional. En el Partido Republicano, Richard Nixon, vicepresidente con Eisenhower, era un político alejado del mundo del establishment republicano del Este, más liberal. Cercano a la maquinaria del partido, al mismo tiempo estaba situado algo más a la izquierda que el presidente saliente.
Durante la campaña, Eisenhower se dedicó a defender su gestión y en la práctica "ninguneó" a Nixon diciendo que no recordaba ningún aspecto en que el vicepresidente hubiera influido de forma particular. Mientras Nixon actuó de una forma mucho más partidista, Eisenhower, que no apreciaba a Kennedy, ayudó muy poco al candidato republicano. El derribo de un avión de espionaje norteamericano en la URSS en plena campaña contribuyó a dar una impresión de que los Estados Unidos estaban perdiendo su hegemonía de otros tiempos.
Kennedy siempre pensó que su adversario carecía de clase, pero él mismo no había sido un senador con una trayectoria muy brillante. Católico, necesitó ganar las primarias para convencer a su propio partido que podía vencer a los republicanos, pero tuvo la ventaja de los inmensos recursos de su familia para lograr la victoria. De su principal adversario entre los demócratas, Humphrey, pudo decirse que era algo así como "un dependiente de ultramarinos compitiendo con una cadena de supermercados".
Luego, al obtener la victoria, Kennedy supo convencer a Johnson, el candidato del Sur, para que compartiera la candidatura como vicepresidente. El debate en televisión entre Nixon y Kennedy -del 10 al 90% de los hogares habían pasado a tenerla desde 1950- le dio la victoria al segundo, pero quienes lo oyeron por radio llegaron a la conclusión de que había ganado Nixon, porque sus argumentos parecieron más sólidos; en cambio, Kennedy transmitió la sensación de tener humor, encanto y magnetismo. También fue un excelente estratega: supo atraerse a los demócratas más conservadores del Sur y, al mismo tiempo, actuó muy hábilmente al identificarse con King, cuando éste fue detenido en plena campaña por un incidente en su campaña antisegregacionista.
Como los años treinta también los sesenta, que se iniciaron bajo la presidencia de Kennedy, estaban destinados a convertirse en un permanente punto de referencia de los norteamericanos. Fueron tiempos conflictivos, pero también optimistas en un principio. La revolución de los derechos civiles trajo consigo idealismo e igualitarismo: entre 1961 y 1965, veintiséis defensores de los derechos civiles murieron en la defensa pacífica de sus ideas. Pero los sesenta fueron, además, como ya se ha dicho, la época de crecimiento ininterrumpido más largo de la Historia de Estados Unidos. También durante ellos se mantuvieron las esperanzas de los norteamericanos en una civilización en constante progreso técnico. En 1967, se produjo el primer trasplante de corazón y en 1961 nació la Xerox Corporation, destinada a modificar de forma sustancial la forma de llevar a cabo los negocios del futuro. Pero las pautas fundamentales de la sociedad norteamericana no parecieron cambiar. En 1968, todavía el 43% de los norteamericanos iba a los servicios religiosos dominicales.
John F. Kennedy, como personalidad histórica y como mito posterior, no puede ser entendido sin partir de estas realidades, pues quedó en la memoria como el recuerdo de una época optimista e idealista. Fue el primer presidente nacido en el siglo: tenía tan sólo 43 años cuando llegó al poder y su equipo, donde estaba su hermano Bob, de tan sólo 35, significó una rebaja de diez respecto a la media de edad de la Administración republicana precedente.
Nada en Kennedy se entiende sin su procedencia familiar y, más en concreto, sin la figura de su padre. Sus abuelos irlandeses habían emigrado a Estados Unidos en pasaje de segunda clase. Su padre tuvo ya una enorme fortuna: en su comportamiento conyugal y sexual irresponsable y por completo ajeno a la fidelidad presagió la figura del hijo. Fue aquél quien le inculcó un afán de lucha por el reconocimiento que le llevó a planear para él -un hermano mayor muerto en la guerra pudo haber seguido este rumbo antes- un futuro como presidente de los Estados Unidos. Para ello contó desde muy pronto con vínculos estrechos con los profesionales de la política que controlaban el voto irlandés.
Kennedy heredó este espíritu de competición, pero demostró también indudables capacidades propias. En la Guerra Mundial hundieron su barco, pudo perder la vida en el mar y como consecuencia tuvo durante toda su vida dolores de espalda, a menudo insoportables. Fue luego autor de libros de éxito -incluso obtuvo el Premio Pulitzer-, aunque los hubiera redactado en colaboración con profesionales de la pluma. Uno de sus libros se centró en el peligro de que la debilidad ante la aparición del fascismo llevara a pésimas consecuencias a medio plazo. Aparte de la dolencia citada, desde muy joven padeció varias enfermedades graves más que le exigían abundante medicación y largos períodos de descanso: su hermano Bob llegó a decir de él que "al menos la mitad de sus días fueron de intenso sufrimiento físico".
Todo lo sobrellevó con valentía, un rasgo manifiesto de su personalidad que le había llevado a enfrentarse a una elección presidencial de improbable resultado. Su idea de que moriría pronto contribuye a explicar su carácter impaciente y la excitación que creaba a su alrededor. Ésta, sin embargo, nacía también de un atractivo excepcional que le situó en las cotas más altas del aprecio de los norteamericanos. Lo peculiar es que también lo logró entre los intelectuales porque él mismo tenía un punto de interés apasionado por este tipo de materias. Capaz de autocrítica, de chispa humorística y de inagotable interés por las cuestiones más diversas, sin duda mejoró mucho en la presidencia de su país.
Sus antecedentes, sin embargo, no eran muy brillantes. Venía de la política demócrata de centro en que se había formado y sólo en sus últimos diez meses presidenciales cambió hacia una posición más progresista: había, por ejemplo, apoyado en el pasado la ley Mac Carran que perseguía a los comunistas. Siempre vivió de un fondo de 10 millones de dólares que su padre, un conservador aunque militara entre los demócratas, había puesto a su disposición (su sueldo público lo dedicó a donaciones caritativas). Podía hacer una campaña en avión privado, mientras que sus contrincantes lo hacían en autobús.
Su equipo de colaboradores en la presidencia quiso trasladar de él una imagen de excelencia. Mientras que su predecesor se había guiado por un criterio jerárquico en relación con sus colaboradores, Kennedy se sirvió de "the best and the brightest", personas jóvenes que eran principalmente académicos (casi la mitad procedía de Harvard). Kennedy había escrito que las grandes crisis daban la sensación de producir grandes hombres y quiso demostrar que disponía de ellos.
No hubo entre ellos patrones de empresa, sino que muchos de ellos fueron hombres de ideas, lo que explica la abundancia de libros que pudieron escribir a continuación; quizá por esta razón a Kennedy le acompañó el éxito con los medios de comunicación. Fue el primer presidente norteamericano que aceptó ruedas de prensa en directo y que trató a los periodistas sin paternalismo. Durante su etapa presidencial, la Casa Blanca llevó una vida social intensa en la que el factor cultural tuvo extremada importancia convirtiéndose en una especie de escaparate de lo que el presidente quería hacer. La revolución de las expectativas en todos los terrenos, que jugó un papel tan destacado en los sesenta, contribuyó a una glorificación del presidente, tanto en esos momentos como en el futuro.
Una parte del estilo kennediano nació del lenguaje de sus discursos. En el inaugural de su presidencia quiso marcar el cambio con respecto al pasado, con un mensaje de exigencia a los ciudadanos que requería de ellos que se preguntaran qué podían hacer y no qué podían esperar de la Administración y que aseguraba que no se omitiría ningún esfuerzo en defensa de la libertad. En estos dos aspectos se desdobló el impulso de la "Nueva Frontera" que anunció para los Estados Unidos. Aun siendo muy diferentes, ambos propósitos encerraban un mensaje de idealismo y de compromiso generoso.
Sin embargo, en política interior su balance no fue ni mucho menos bueno, por más que en la etapa final de su mandato iniciara un prometedor cambio de actitud. Kennedy se identificaba con los moderados y no con los liberales, pero sobre todo no quería cortejar a los dirigentes del Congreso y hay que tener en cuenta que sólo había ganado por 113.000 votos, por lo que carecía del punto de partida suficiente como para promover un impulso que pudiera arrastrar al legislativo a aceptar sus medidas. Fracasó al tratar de conseguir un seguro de salud para la mayoría de los norteamericanos y de crear un Departamento de Asuntos urbanos. También logró idéntico resultado al tratar de conseguir ayuda federal para la educación. Sus recortes de impuestos favorecieron a menudo a los más ricos y fueron criticados por el propio Galbraith.
Su política económica keynesiana mantuvo el crecimiento económico en un momento de general prosperidad, pero no parece haber estado caracterizada por una particular brillantez. Tuvo un temprano enfrentamiento con las compañías de acero por un problema de precios en que acabó imponiéndose (y ratificando la mala impresión que tenía acerca de los dirigentes empresariales). Pero, en términos generales, puede decirse que si fracasó en política interior fue porque no le interesaban los problemas domésticos, sino los de política exterior.
Sin embargo, sería injusto decir que su gestión con el legislativo fue "un fracaso absoluto" porque, aunque tan sólo hizo aparecer algunas posibles reformas, luego Johnson conseguiría verlas aprobadas cuando Kennedy fue asesinado. Además se debe tener en cuenta también que, con el paso del tiempo, se le revelaron nuevos problemas para los que en un principio había tenido escasa sensibilidad.
En efecto, el mayor test por el que pasó Kennedy fue el relativo a las relaciones raciales. Como en otras materias, también en ésta los antecedentes del presidente eran mediocres: para él se trataba de una cuestión política que le podía proporcionar votos pero también quitárselos. A pesar de que con su llamada a King había llegado a obtener el 70% del voto negro, ya presidente, cuando un conocido cantante de color acudió a la Casa Blanca con su mujer nórdica lo consideró como una posible ofensa a los electores del Sur. Sólo a regañadientes introdujo una vaga y mínima referencia a los derechos civiles de la minoría negra en su discurso inaugural. Ahora bien, cuando esta cuestión acabó por aparecer en la primera línea del panorama político interno, acabó por adoptar una actitud más decidida.
En 1961, empezó a producirse la ofensiva de los activistas en contra de la segregación en los autobuses y, en general, en los espacios públicos. Los hermanos Kennedy -Bob ocupaba la cartera de Justicia- siempre afirmaron su preferencia por solucionar el problema por procedimientos pacíficos y reformistas, lo que equivalía en la práctica a dejar pasar el tiempo. En este sentido, el Departamento desempeñado por el hermano del presidente contrató a más personas de color que en el pasado.
En realidad, la segregación de la minoría de color resultó mucho más importante para Bob Kennedy, por la responsabilidad que desempeñaba, que para su hermano. Durante su mandato se multiplicó por cinco el número de los nombramientos de jueces de color y, además, el Departamento de Justicia se vio involucrado en causas judiciales en 145 condados sobre los derechos electorales de los negros, a quienes en la práctica se les vedaba su ejercicio.
En definitiva, ambos Kennedy actuaron de manera muy cauta por motivos políticos y probablemente no sintieron verdadera pasión por estas cuestiones. A pesar de la llamada telefónica en plena campaña electoral, el FBI grabó conversaciones de King con consentimiento del presidente, lo que implica que éste no acababa de fiarse de él. El ideal para los Kennedy hubiera sido resolver estas cuestiones por el procedimiento de pactar con los políticos sureños, blancos por supuesto.
Sólo en 1963 Kennedy llegó verdaderamente a darse cuenta de que en la cuestión de los derechos civiles estaba implícito un interrogante moral que implicaba que los Estados Unidos podían estar dejando de cumplir los propios principios en que se basaban. Cuando quiso convencer a los patronos de que contrataran mano de obra de color, descubrió con preocupación el hecho de que los negros no eran empleados por el propio Gobierno. Al preguntar a activistas de los derechos civiles cómo habían decidido lanzarse a la labor reivindicativa, supo que no hacían otra cosa que trasladar a aquel terreno el impulso que ellos pensaban que animaba a la "Nueva Frontera".
En realidad, la iniciativa de la defensa de los derechos civiles la tuvieron los propios activistas. En enero de 1961, James Meredith, un veterano de guerra, consiguió, tras superar todas las dificultades, matricularse en una universidad de Mississippi, hasta entonces vedada a la población de color. En 1963, King decidió iniciar la ofensiva antisegragacionista en Birmingham, la ciudad más segregada del Sur. Los incidentes que se produjeron como consecuencia de esta petición acabaron con la aparición de la violencia por parte de las fuerzas del orden, incluso contra niños y ancianos. Más decisivo resultó todavía que fueran, además, retransmitidos por televisión. Sólo en este momento, gran parte de los norteamericanos llegaron a darse cuenta de lo que significaba la discriminación racial en el Sur de los Estados Unidos.
Los incidentes empezaron en abril y movieron a Kennedy a tomar una posición decidida, sin contemplaciones, con respecto a autoridades que en su mayor parte pertenecían a su propio partido. En agosto de este año tuvo lugar la gran manifestación de Washington, con unos 250.000 asistentes. El discurso de King, en el que aludió a la posibilidad de que un día se cumpliera el sueño de la integración racial, testimonia que en este momento la dirección del movimiento estaba de forma clara en quienes defendían una actuación pacífica y la vía reformista.
En otra cuestión relacionada con los derechos civiles, Kennedy tuvo una actitud mucho menos decidida. No tuvo mujeres en su Gabinete y, aunque creó una comisión para abordar el problema de la discriminación por razón de sexo, lo cierto es que no se dedicó a ello en absoluto. Verdad es también que la gran eclosión del feminismo fue posterior.
A Kennedy le atraía mucho más la política exterior que la interior y aquélla fue, por lo tanto, el escenario principal de su activismo. Esto explica que su secretario de Estado, Dean Rusk, no fuera otra cosa que un seguidor obediente de sus indicaciones: en sus memorias admite no haber tenido en absoluto una relación de amistad íntima con quien le nombró.
Sobre el contenido de la política de Kennedy hay que tener en cuenta, ante todo, que, como en las restantes materias, la posición originaria del presidente difícilmente puede ser calificada como avanzada o novedosa. Aunque en su etapa se gestaron iniciativas como la "Alianza para el Progreso", una especie de voluntariado para que los jóvenes norteamericanos ayudaran a los países en desarrollo, al mismo tiempo la CIA siguió realizando operaciones encubiertas, como en etapas anteriores. El dictador dominicano Trujillo fue asesinado con armas proporcionadas por ella y Kennedy no dudó en dar el visto bueno para un golpe de Estado contra Diem que en tiempos pasados había sido su aliado político.
Por otro lado, Kennedy casi siempre presentó a un mundo bipolar con el bien y el mal luchando en el escenario internacional de acuerdo con lo habitualmente admitido por Occidente en este período de la guerra fría. Tan sólo con el transcurso del tiempo, su lenguaje se matizó en un sentido más favorable a llegar a acuerdos con la URSS. "Y nos llamamos la raza humana...", comentó cuando fue informado de los posibles resultados de una guerra nuclear.
Era consciente de que no había en realidad "missile gap" favorable a los soviéticos, a pesar de haber utilizado este arma durante la campaña electoral. No mostró la propensión al control del gasto militar de Eisenhower sino que aumentó el presupuesto en una cifra del orden del 13% tanto en lo que respecta al arma nuclear como a la convencional. Tuvo un interés especial por la contrainsurgencia como método de combate de la subversión comunista, quizá por la importancia que concedió a Vietnam.
A pesar del calamitoso fracaso, la actitud de Kennedy ante la invasión de Cuba en Bahía de Cochinos -abril de 1961- puede ser parcialmente exculpada de acuerdo con los parámetros habituales de la política exterior norteamericana hasta entonces. El desembarco se produjo cuando llevaba en la presidencia tan sólo 77 días. Eisenhower, que rompió las relaciones con Cuba 17 días antes de que tomara posesión, no le había informado pero había tomado medidas -armar a un grupo de disidentes cubanos en las selvas centroamericanas- que eran ya irreversibles, de modo que si la invasión no se producía había que resolver qué se podía hacer con ellos.
De esta manera, lo que había sido hasta el momento una opción se presentó poco menos que como una necesidad. La CIA fue la gran defensora de la operación asegurando que tenía unas posibilidades que la realidad desmintió de forma inmediata: el mando militar sólo le prestó un apoyo de segunda intención. En el propio equipo gubernamental de Kennedy hubo dudas -Johnson y Rusk se mostraron escépticos- pero no se manifestaron de forma clara entre otros motivos porque el desembarco de Bahía de Cochinos fue presentado alternativamente como una "infiltración" que, si no producía la inmediata caída de Castro, al menos tendría la ventaja de multiplicar sus dificultades.
Pero de los invasores (unos 1400), sólo 135 eran militares profesionales con capacidad efectiva para el combate. La operación fue lo menos encubierta que resulta imaginable y la información fue pésima, pues si los invasores esperaban una respuesta popular anticastrista muy pronto se encontraron con una brigada adversaria dotada con tanques rusos. Al menos cuando se produjo el desastre de los invasores, Kennedy no trató de rectificarlo por el procedimiento de proporcionar apoyo aéreo masivo a los anticastristas. Eisenhower le reprochó no haber utilizado la aviación propia, pero incluso si lo hubiera hecho el resultado hubiera sido parecido.
Cuestión diferente es saber hasta qué punto Kennedy aprendió de los acontecimientos. Su activismo le llevó a tratar de derribar a Castro, pese a la oposición de muchos de sus seguidores liberales, como el historiador Schlesinger y el embajador ante la ONU, Stevenson. En fechas posteriores, hubo hasta treinta y tres planes para asesinar a Castro -Operación Mongoose- o para desestabilizar su régimen. Incluso existió un comité dedicado a planificar este tipo de operaciones en contra de Cuba. Sólo con la crisis de los misiles, Castro, en la práctica, se pudo sentir libre de cualquier tentación norteamericana de usar un procedimiento semejante.
No cabe la menor duda de que Kennedy demostró, al mismo tiempo, firmeza y frialdad y, además, habilidad al enfrentarse a una ocasión que hubiera podido producir el holocausto nuclear. Se ha dicho por algunos historiadores que debió haber intentado una previa solución diplomática al conflicto. Es posible, en efecto, que la cuestión hubiera podido ser resuelta por el procedimiento de mostrar a los soviéticos las fotografías de sus instalaciones en la isla caribeña. Pero de esta manera no se habría disuadido a Kruschov lanzarse a nuevas aventuras arriesgadas como la que supuso la instalación de misiles. En la práctica, la postura adoptada por el presidente norteamericano le supuso la obtención de una gran victoria en el escenario internacional.
Lo mismo cabe decir del lanzamiento al espacio del astronauta John Glenn, en febrero de 1962, o de su actitud respecto a la elevación del Muro de Berlín. Su identificación con los habitantes de la ciudad alemana -y la de éstos con la causa de la libertad- dejó en pésima situación la imagen de los soviéticos. Acosado en un principio por Kruschov, que debió ver en él un político inexperto e incapaz de actuar con decisión, con el paso del tiempo, como resultó cierto en el conjunto de su presidencia, testimonió una maduración muy evidente después de no haber tenido un pasado tan consistente.
Sin embargo, no fue capaz de prever las consecuencias de la que fue su decisión más controvertida a medio plazo. Los acontecimientos en Vietnam pasaron muy desapercibidos en Estados Unidos durante mucho tiempo; durante la presidencia de Kennedy, incluso la colaboración norteamericana en una guerra secreta en Laos desempeñó un papel mucho más importante en las preocupaciones norteamericanas.
El presidente creía en la teoría del dominó y en la necesidad de responder con decisión a la agresividad soviética, pero eso le llevó a una intervención en Vietnam que acabó favoreciendo posteriores envíos de tropas, cuando ni los intereses estratégicos norteamericanos estaban comprometidos ni ése era el procedimiento para dar solución a los problemas objetivos del país al que se quería ayudar. Probablemente con el tiempo, Kennedy se hizo mucho más prudente. Según cuenta Rusk, es posible incluso que de haber tenido un segundo mandato hubiera cambiado la política norteamericana con respecto a China. Pero el asesinato del presidente en Dallas en noviembre de 1963, hace imposible saber lo que hubiera acontecido en esas circunstancias.
Con respecto a este acto, lo primero que resulta preciso señalar es que todo hace pensar que se trató de un acto aislado que no tuvo detrás una auténtica conspiración y que fue la consecuencia de la acción de un individuo inestable, Lee Harvey Oswald, una persona con graves problemas psíquicos que había sido marine y luego inmigrante a la URSS, de donde salió para luego intentar ir a Cuba. Una mezcla de inestabilidad y megalomanía le llevó al atentado para cuya preparación sólo dispuso de cuatro proyectiles y apenas veinticuatro horas.
En el Informe Warren, lo único que se omitió fue la realidad de que la CIA y el FBI habían seguido conspirando contra Castro después de Bahía de Cochinos. Pero, de ningún modo, puede decirse que lo sucedido fuera una consecuencia de la guerra fría sino la obra de un perturbado. El fiscal Garrison, que intentó demostrar la teoría de una conspiración, fue también una persona con problemas psiquiátricos que elaboró teorías demasiado estrambóticas y contradictorias como para resultar ciertas.
Sin embargo, el mero hecho de que se le prestara atención resulta muy revelador. El asesinato afectó enormemente a la vida de los norteamericanos: nadie pudo olvidar lo que estaba haciendo en el momento de recibir la noticia del magnicidio. Creó el mito de Camelot, es decir, el de un momento excepcional en la Historia norteamericana en que parecieron posibles todas las reformas, cortado en flor por la aparición de una catástrofe. La realidad histórica, como sabemos, fue otra. Kennedy no fue, ni mucho menos, tan efectivo en la política interior.
En buena medida él, además, fue uno de los padres de una presidencia imperial, dotada de unos poderes más allá de lo que prescribía la Constitución y proclive a adquirir demasiados compromisos exteriores. Muchos de sus comportamientos -políticos, como la utilización de los servicios secretos o las operaciones encubiertas pero también personales, como los relativos al modo de tratar a las mujeres- resultan más que cuestionables.
Pero Kennedy dejó el recuerdo de su fase final, mucho más activa en la política interior y más madura en la exterior, y ello, junto con la aparición de un profundo disenso interno en los años posteriores a su muerte, contribuyen a explicar la existencia de un mito. Uno de sus colaboradores, Ted Sorensen, escribió que se iniciaba con la afirmación de que Kennedy debería ser más recordado por cómo vivió que por la manera de morir. Pero esto último contribuyó de forma decisiva a modificar la percepción de lo primero.